Para
legitimar esta aproximación a la cuestión
del arte y la técnica quiero referirme a algo que
me interesa.
Ahí está la mirada.
Indolente o interesada.
Destinada a indagar o velar, unir o separar.
Para compadecerse o herir, siempre junto a su dueño.
Condenándolo a batirse con la imaginería
que genera.
Desenvuelta la mirada, instrumentada la mediación
a través de la imagen, no queda sino hacerse cargo
del resultado: tomarla o negarla, gozarla o repudiarla,
almacenarla o botarla. Para ello la puede medir, encuadrar,
comparar, ordenar. En cualquier caso, su dueño
debe actuar.
Necesariamente toda imagen implica acción, porque
inexorablemente demanda respuestas. Exige de su dueño
el ejercicio del dominio, requiere saber para qué
ha sido convocada.
No queda para su hacedor -en definitiva, como siempre-
sino disponer de su libertad.
El eterno juego de ser en la deriva no tenía por
qué estar ausente en este caso.
Ahora bien: -y buscando la centralidad de la cuestión-
la imagen tecnologizada - por llamar así a la generada
mediante un aparato- ¿encuentra beneficiada su
construcción?, ¿facilitados sus resultados?,
¿aceitada su función mediadora? En definitiva,
y para ir a lo que realmente importa, ¿agrega libertad
a su autor?
Al respecto, las variadas posibilidades de cuestionamientos
consecuentes son sin duda seductoras: reflexionar sobre
qué ha de tener un aparato para merecer llamarse
tal, indagar las ocasiones en que los textos lineales
son metacódigos de las imágenes, intentar
reconocer los límites del scanning, y tantas otras.
Sin embargo, en esta oportunidad es preferible posponerlas.
No por el riesgo cierto de aferrarse a su costado inútil,
que indudablemente lo tienen, sino más bien para
evitar que -privadas como habitualmente lo son de una
referencia sustancial- adquieran entidad como líneas
de fuga, dicho en el peor sentido del concepto.
En este caso, la referencia sustancial se me ocurre que
puede ser situada en el para qué de la pregunta
sobre la técnica.
Demasiadas concesiones hemos hecho ya a los temas por
sobre el deseo a la hora de elaborar un discurso.
En consecuencia, ¿para qué habríamos
de hablar de operaciones cuando lo que queremos es referirnos
a la dignidad?, ¿para qué tendríamos
que detenernos en analizar programas cuando lo que nos
interesa es la libertad? y, sobre todo, ¿qué
nos obliga a soportar la inquisición de la técnica,
si siempre se presenta enmascarada, si siempre cumple
su ronda con el rostro maquillado de impasible, mintiendo
desinterés sobre un protagonismo al que nunca renuncia?.
Aun así, este tipo de reclamos generalmente termina
constituyendo sólo una reprimenda, tan justa como
inservible: contra una máscara, otra máscara;
ante la deslealtad, desprecío.
El sendero de la interrogación, aún bifurcado,
encuentra sus puntas taponadas: en un caso por la idolatría,
en el otro por el pavor.
Para salir de la encerrona mejor intentar otro camino.
Por ejemplo, el que pide acordar que cuando se habla de
técnica se está hablando de sus dueños.
De sus derechos que no necesitan argumentos, de su necesidad
de ser en medio del rigor de las cosas.
Porque la verdadera pregunta, hablando de técnica
o de cualquier otra cosa, es cuánto espacio estamos
dispuestos a reconocer a nuestros semejantes.
O, para decirlo más terminante poniendo el eje
en el actuante de la técnica, aquella compulsión
a disponer de su libertad se tornaría, como corresponde,
en un ejercicio gozoso de su vocación.
Dueño de su mirada, con o sin aparatos y programas,
inevitablemente conviviendo con, cuán decididos
estamos a asistirlo en el despliegue de su legítimo
poder.
De esta manera, corriendo las veladuras y la técnica,
finalmente vestido con su dignidad, que ame o se desperdicie.
Propuesta incluso beneficiosa para la técnica,
que de esta forma resultaría, -como le gusta-,
inimputable.
Adolfo Sequeira
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