Sin
embargo, la creación de estas variedades es, incluso
para las grandes empresas, un negocío caro, con
beneficios a largo plazo; además, adivinar las
características de la planta que debería
alterarse es como jugar a la ruleta rusa.
Los objetivos comúnmente aceptados que persiguen
las compañías químicas gigantes,
como Monsanto y Ciba-Geigy, u otras empresas de ingeniería
genética más pequeñas, son bastante
obvios: el aumento de producción, la resistencia
a la enfermedad, la tolerancia a la sal y al agua, y la
respuesta óptima a los fertilizantes. Una posibilidad
especialmente atractiva es lograr que las plantas se autofertilicen
introduciendo en sus genes la capacidad de convertir el
nitrógeno del aire en proteínas vegetales.
Esta
capacidad de fijar el nitrógeno se da de modo natural
en bacterias asociadas con muchas legumbres. La idea consiste,
pues, en transferir todos o algunos de los 17 genes que
controlan estas capacidades, desde las correspondientes
bacterias a otras cosechas, como la de trigo o cebada.
Pero el objetivo de realización más inmediata
es lograr que cultivos comerciales, como la soja o el
maíz adquieran resistencia a los herbicidas utilizados
comúnmente. De este modo podrían aplicarse
antes y en mayor escala sin dañar las plantas sensibles.
El motivo de interés en este terreno es de índole
básicamente comercial.
Las patentes de algunos de los herbicidas de Monsanto,
por ejemplo, están a punto de caducar. Una nueva
variedad de semillas aumentaría las ventas de estos
productos químicos.
Además, los métodos de cultivo también
están cambiando, y dan menos importancia a los
productos químicos. Muestran asimismo un mayor
interés por los métodos biológicos
de control de enfermedades y plagas. Es lógico,
pues, que los grandes proveedores de productos químicos
agrícolas intenten escapar a este dilema, diversificándose
y entrando en el multimillonario negocio de las semillas.
Como sucede en cualquier otro terreno de la biotecnología,
un "tirón" o "empujón"
del mercado suele acelerar enormemente el desarrollo.
Traslademos ahora nuestro centro de atención desde
la visión general de las células vegetales
y animales a la propia célula, para considerar
qué destino deparará la biotecnología
a uno de los grupos de proteínas más importantes
del mundo: las enzimas. Para apreciar la importancia de
estas moléculas es preciso saber que controlan
las innumerables reacciones químicas pulsantes
de todos los organismos vivos, desde antes de la concepción
hasta después de la muerte. Su papel como catalizadores
de la naturaleza consiste en acelerar las reacciones químicas,
formándose o destruyéndose moléculas
en el proceso.
Las enzimas ayudan a digerir alimentos y a eliminar desechos.
Colaboran en la transmisión de los impulsos nerviosos,
evitan la pérdida de la sangre que brota de las
heridas, e incluso regulan la fabricación de la
materia básica de la vida: el ADN. Trabajan muy
de prisa y tardan menos de una millonésima de segundo
en hacer su trabajo.
Actualmente, su poderosa actividad biológica se
ha aprovechado con fines industriales.
Son importantes en las industrias alimentarias y químicas,
a causa de su especificidad, eficacia y potencia a temperaturas
y acidez moderadas.
Las enzimas se extraen tradicionalmente de plantas y animales,
pero su producción a partir de bacterias, levaduras
y hongos está aumentando rápidamente a medida
que se dispone de más organismos de este tipo y
que la ingeniería genética mejora los rendimientos.
Las enzimas industriales cumplen básicamente la
misma función que desempeñaban en la célula
vegetal o animal de donde procedían, pero en formas
a veces muy originales. Por ejemplo, los proteinasas (enzimas
que degradan las proteínas en los estómagos
de muchos animales, incluyéndonos a nosotros) se
utilizan en la elaboración de la cerveza para clarificar
el mosto, y en la industria alimentaria para ablandar
la carne. Las proteinasas se venden como complementos
digestivos en la alimentación de los animales,
como componentes esenciales de los detergentes biológicos,
y como suavizantes en la industria del cuero.
La ingeniería genética ha acudido en ayuda
de la acosada industria alimentaria, que se queja constantemente
de unos beneficios marginales y de una intensa competencia.
La renina, una enzima utilizada en la elaboración
del queso para cuajar las proteínas lácteas
del suero y convertirlas en grumos de queso, se extraía
tradicionalmente del cuarto estómago de los terneros.
Pero en 1983, la empresa de ingeniería genética
británica Celltech anunció que había
incorporado a Escherichia coli el gen de la renina, de
modo que en el futuro los fabricantes de queso pueden
contar con suministros ilimitados. (...)
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