Como
en cualquier acción médica sobre un paciente,
son lícitas las intervenciones sobre el embrión
humano siempre que respeten la vida y la integridad del
embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados,
que tengan como fin su curación, la mejora de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual.
Sea cual fuere el tipo de terapia médica, quirúrgica
o de otra clase, es preciso el consentimiento libre e
informado de los padres, según las reglas deontológicas
previstas para los niños. La aplicación
de este principio moral puede requerir delicadas y particulares
cautelas cuando se trate de la vida de un embrión
o de un feto.
La legitimidad y los criterios para tales intervenciones
han sido claramente formuladas por Juan Pablo II: "Una
acción estrictamente terapéutica que se
proponga como objetivo la curación de diversas
enfermedades, como las originadas por defectos cromosómicos,
será en principio considerada deseable, supuesto
que tienda a promover verdaderamente el bienestar personal
del individuo, sin causar daño a su integridad
y sin deteriorar sus condiciones de vida. Una acción
de este tipo se sitúa de hecho en la lógica
de la tradición moral cristiana".
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