BIOETICA
 

 

LO PROHIBIDO Y LO POSIBLE


 


 










El Derecho no tiene todos los derechos

El animal -bípedo- sin plumas que se mantiene erecto y que se llama hombre es el engendro de un individuo biológico en el seno del cual se niega y se glorifica el espíritu que surge.
El espíritu surge en un cuerpo que lo manifiesta, al cual no se reduce, y que, no obstante, le es indisociable a lo largo del tiempo humano. El espíritu aparece con sus capacidades, sus fuerzas desiguales, sus desempeños, a distancia de los múltiples pesos que lo agobian, en ese cuerpo que él es tanto como lo posee.
Es a través de esta encarnación insustituible que él enfrenta las leyes naturales que determinan la vida y la muerte; pero su destino es enfrentarlas en el sentido pleno de la palabra, rebelarse contra ellas. Esta rebelión refleja la intuición fundamental de Descartes, para quien el dominio de la naturaleza en el hombre mediante la medicina es la condición de la liberación del espíritu.
Esta alianza entre la ética y el conocimiento se encuentra en la segunda parte del Discurso del método: "Si es posible encontrar algún medio que torne comúnmente a los hombres más sabios y más hábiles de lo que han sido hasta ahora, yo creo que hay que encontrarlo en la medicina. Y de hecho la medicina, gracias a los inmensos progresos de la biología, gracias al medicamento, "tal vez la mayor invención después del descubrimiento del fuego "dice el doctor Jacques Servier", gracias a las vacunas, a los antibióticos, ha hecho disminuir la mortalidad infantil y prolongado la duración de la vida; Gracias a la cirugía ha salvado vidas irreductiblemente condenadas a acabar antes de tiempo. Ha tornado más hábil al hombre para responder a esa obligación humana que es preservar su ser todo lo que se pueda.
¿Pero lo ha tornado más sabio? Esas leyes naturales que parecían establecer los comienzos de la vida y el término de la muerte, cimentar la filiación y el orden de las generaciones, la intangibilidad de la identidad y la dignidad de la carne, no son cuestionadas por el gran huracán de posibilidades que multiplican, en nombre de la sola lógica de la eficiencia, los medios artificiales de procreación, las maternidades de sustitución, la congelación posmortem de las simientes de la vida, el aborto eugénico, la eutanasia perinatal, la comercialización del material genético del hombre, las donaciones involuntarias de órganos, el transexualismo, la sobrevida vegetativa de cuerpos agonizantes, el mercado de productos de origen humano, las manipulaciones genéticas, el futuro imprevisible de los seres que podrían ser y el presente miserable de los que van a dejar de ser. Esta revolución biológica en curso es, sin duda, de otra amplitud que la revolución industrial, porque es una rebelión contra las leyes naturales, las cuales, según ha reconocido el profesor Jean Hamburger, "no siempre se dejarán violar impunemente".
Las prohibiciones fundamentales -esas leyes vivientes cuyo origen no conoce nadie, dice la Antígona de Sófocles- que estructuraban la vida humana en sus límites biológicos, que la medicina terapéutica hacía retroceder progresivamente sin desbordarlas, y que situaban al cuerpo humano fuera del comercio, se han quedado sin fuerza de resistencia frente a esos nuevos poderes del hombre sobre el hombre.
Ante los riesgos biotecnológicos que ya no son del orden de las quimeras del Mundo feliz de Huxley, de la tentación demiúrgica del Fausto de Goethe, o del Frankenstein o el Prometeo moderno de Mary Shelley, las defensas que enunciaba el derecho pero que lo precedían y lo fundaban ya no defienden más. El juez, si es que todavía se apela a él, es el hecho, no el derecho.
El derecho está mudo, o no hace más que reproducir la conminación de la investigación: está prohibido prohibir. El derecho alza su barrera ante la nueva teología.
Una lógica de mercado transforma al sujeto del derecho en cuerpo objeto, como bien lo dicen las palabras empleadas, pues el lenguaje de un tiempo encierra su pensamiento profundo: donación de ovocitos, alquiler de útero, banco de esperma, gestación por cuenta ajena, alquiler de vientre, intercambio de productos de origen humano, stock de embriones, zootecnia, ingeniería genética, procreática... Estos riesgos apenas se perciben, y de manera confusa. Konrad Lorenz los había profetizado: "Pienso que es tan peligroso tocar la genética como jugar con las potencias nucleares". Después del átomo, el gen.
Ante la propia barbarie del hombre, no corresponde a la ciencia establecer los umbrales de la persona en su circunstancia biológica.
Tampoco corresponde a la ética dar las respuestas prácticas a las preguntas que plantea, y que le plantean a veces los sabios atacados de vértigo ante las implicaciones de esta multiplicación de los posibles. Los biotécnicos de laboratorio y los biotécnicos de comité no pueden ocupar el puesto de la biopolítica. Le corresponde al derecho enunciar el derecho.

Al derecho, afirmado en una filosofía del derecho de la persona, indisponible e inalienable, del sujeto que nace y el sujeto que muere, el que existe ya o todavía. Una filosofía del derecho que responda implícitamente a la pregunta: ¿quién es el hombre? y no ¿qué es el hombre? -inversión del quién en qué que expresa el continuo de las ciencias del hombre, desposeídas de su juicio, y ante todo cuidadosas de adaptarse.
No habría de ser cuestión de "santuarizar" la naturaleza, de congelar el conocimiento, de interrumpir el prodigioso avance de la medicina, de proclamar, como a veces lo piden ante el fracaso presente de lo ético y lo político, es decir, el derecho, una moratoria de la investigación. Pero se trata de instituir las ficciones simbólicas y fundadoras de las reglas que deben definir, calificar y sancionar el orden del derecho para ordenar los hechos. Se trata de afirmar el derecho del humano vivo mediante una transcripción de las prohibiciones de hacer que perpetúen en la tabla de las leyes lo que esas prohibiciones permiten creer. Es decir, afirmar el estado indisponible de las personas, aclarar los derechos de la persona que podría ser y los de la que va a dejar de ser, de proclamar al embrión y al gen propiedades inalienables de la especie humana.
Corresponde al derecho decir "quién es quién". Para ello, establecer mediante normas universales los umbrales de lo aceptable y no inaceptable en los poderes de los hombres y las técnicas, y trazar las fronteras de la humanidad de las que cada uno es depositario y garante por el enunciado de prohibiciones portadoras de sentido. Kant expresó esta vocación del derecho en una máxima famosa: "Actúa de tal suerte que trates a la humanidad, tanto en tu persona cuanto en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, y jamás simplemente como un medio".
La inquietud que plantea este libro no es de la naturaleza del temor teñido de maravillamiento y esperanza, que acompaña siempre al progreso científico. Se basa en la predicción de los propios biólogos, en cuanto a que en un término cercano se llegará a la fabricación del ser humano.
Las posibilidades técnicas de la ectogénesis (embarazo integralmente desarrollado en probeta), de la partenogénesis, de la utilización de embriones para la experimentación de medicamentos, de la gestación de embriones humanos por otras especies, y de la programación genética ya están dentro de su alcance. Y se encuentra en germen el pensamiento de procesos de interrupción voluntaria de la vejez, que ha estremecido la antigua alianza de la medicina terapéutica y la ética de la vida. Es el "padre" del primer bebé de probeta, ubicado en el crisol de la espiral de los posibles, el que afirma que ha llegado el momento de hacer una pausa, y el que da el ejemplo en nombre de una ética de la no investigación.
Es la opinión del Consejo Nacional de Ética, metamorfosis moral del poder médico, con respecto a lo que pone en juego la investigación sobre embriones humanos, lo que alerta acerca de "la relación de todopoderío" que corre el riesgo de "instituirse sobre lo humano en nombre de un progreso científico cuya realidad no es siempre demostrada a priori ni su sentido siempre exactamente planteado".
Lo mejor y lo peor de los mundos se hallan ante nosotros debido a las tecnologías procreativas y terapéuticas que alimentan al sueño loco de la inmortalidad. La técnica, decía Gabriel Marcel, resuelve problemas pero no acerca los misterios. Sin embargo, son los misterios de la vida y de la muerte los que quiere disipar y dominar a través del cuerpo mortal. Como dice Marguerite Yourcenar: "El deseo de dominar el mundo puede más que el de entender su sentido".
Tal vez hoy más agudas, y amplificadas, debido al desarrollo de la biología, la evolución y las posibilidades de la fecundación artificial, la eugenesia, el control de los nacimientos ya estaban latentes en los años 1930.
Ya en esa época vemos a grandes médicos, premios Nobel, escritores, artistas y humanistas, proponer, sin pestañear el primero de ellos fue Alexis Carrel, el autor de El hombre ese desconocido-, "establecimientos eutanásicos provistos de gas apropiado" para "disponer de manera humana y económica de los criminales"; mientras que un segundo, Charles Richet, escribía: "Lo que hace al hombre es la inteligencia. Una masa de carne humana sin inteligencia humana no es nada. Hay mala materia viva que no es digna de ningún respeto ni de ninguna compasión. Suprimirlos resueltamente sería prestarles un servicio, pues jamás podrán otra cosa que sobrellevar una existencia miserable". Alexis Carrel y Charles Richet no eran médicos nazis.
Pero, unos años más tarde, del otro lado del Rhin, de la Alemania de Kant y de Beethoven, se crearon "institutos eutanásicos provistos de cámaras de gas". Fueron exterminados más de cien mil pensionistas de asilos psiquiátricos.
Eran vidas "que no valían la pena ser vividas -le bens unwerten lebens".
Así, el último campo de exterminio de alienados fue el primer campo de exterminio de judíos. Como dirá David Rousset de regreso de la deportación: "Los hombres normales no saben que todo es posible".
Después de las violaciones más extremas que los derechos del hombre han debido sufrir, los protocolos de experiencias biológicas y médicas realizadas en los campos de deportación, la cruz gamada ocultando el caduceo, los médicos criminales fueron juzgados.

Un tribunal militar estadounidense constituido en octubre de 1946, mediante la aplicación de la ley del control aliado sobre el castigo de personas culpables de crímenes contra la humanidad, sesionó desde el 21 de noviembre de 1946 al 31 de agosto de 1947. Fue la ocasión del primer debate internacional sobre ética médica y los principios que la fundan. Éstos se elaboraron, bajo el nombre del Código de Nüremberg, para definir las condiciones de la participación del sujeto humano en las experimentaciones médicas y biológicas. El Juramento de Ginebra, en 1948, y la Declaración de Helsinki en 1966, revisada en Tokio en 1975 y luego en Venecia en 1983, afirmaron el principio de la prohibición de someter a una persona, sin su consentimiento libre e ilustrado, a una experiencia médica o científica. Nacido de una ética médica pervertida por la utilización de los cuerpos puestos al servicio de la investigación, el Código de Nüremberg espera todavía ser formulado en nuestro código de Salud Pública.
Nada se ha escrito aún de lo que debe prohibirse incondicionalmente y sancionarse sobre la piedra perenne de las Tablas en que se inscriben las declaraciones de los derechos. No se ha adoptado ningún código de los deberes para con el ser humano biomédico que sea el breviario del investigador. Embriones humanos congelados en los laboratorios de los hospitales y conservados en frío, y cuerpos clínicamente muertos por la interrupción de las funciones cerebrales, se mantienen en estado vegetativo como reservas de órganos. ¿Quién decide qué? El sujeto experimental, convertido así en objeto de experiencias, para el cual las condiciones previas de un consentimiento libre y un interés directo no tienen por definición ningún significado, ya no es un cuerpo humano.

Antígona está lejos, condenada por haber querido que el cuerpo de su hermano fuera cubierto por la tierra y honrado según la ley eterna y no escrita que prescribe el respeto debido a los muertos. La aparición de esta ley, bajo la forma de las primeras tumbas, coincide con la del Homo Sapiens.
Bajo la dirección de Charles Braibant, consejero de Estado, famoso jurista marxista, se preparó un proyecto a partir de un notable estudio del Consejo de Estado que le había solicitado Jacques Chirac, entonces Primer Ministro. Dicho documento habría de ser sometido a una próxima sesión del Parlamento. El que fue publicado en Le Monde comprende útiles reparos contra los arrebatos de a pasión procreadora que sueña generar el deseo de un hijo de manera industrial. Pero, en lo esencial, ese proyecto de ley autentifica el fantasma bien conocido de los psicoanalistas: el de no ser nacido de la sexualidad y no tener deuda de vida, legalizando las prácticas de hecho que dan artificialmente nacimiento a un niño, o las legitiman como alternativa a la procreación natural.
El proyecto pasará al primer descanso legislativo, sin verdadero debate ético sobre lo que puede y debe pasar de lo posible a lo actual; se asegura ya una mayoría dispuesta a denunciar, en una eventual oposición, un nuevo proceso Galileo. Pero oculta lo que se pone en juego: la utilización de los cuerpos. Remata así el control y la dominación de los cuerpos, desde el embrión a la muerte. Legaliza la transgresión. La técnica divinizada predomina sobre la terapéutica, la ejecución sobre el sentido. Un filósofo de las ciencias, Francois Dagnognet, en su libro Maitrise du vivant, le dio su finalidad proponiendo, en nombre de la solidaridad, la "nacionalización de los cuerpos".

 

Dos leyes precedieron a ese proyecto. En 1976, la ley Caillavet, que hace de cada ciudadano un donador de órganos sin saberlo. El cuerpo de los muertos, y singularmente de los jóvenes accidentados en las rutas, está a disposición de los médicos para toda extracción, sin consentimiento obligado de las familias, salvo si el difunto ha hecho conocer su oposición cuando vivía. En diciembre de 1988, la Asamblea Nacional adoptó sin debates, por unanimidad, una ley relativa a la "protección de las personas que se prestan a experiencias biomédicas". Con el pretexto de proteger contra los investigadores a aquellos a quienes la medicina debe proteger, la ley le dio la razón al profesor Milhaud, a quien el Consejo Nacional de Ética había condenado, por haber practicado experiencias en enfermos en estado de coma profundo, experiencias que él había justificado escribiendo que esas personas eran "modelos humanos más que perfectos y constituían intermediarios entre el animal y el hombre". La ley desaprueba al consejo Nacional de Ética autorizando, contra su opinión, investigaciones sin beneficio directo sobre los seres humanos en estado vegetativo crónico, así como sobre los menores, los enfermos mentales, los mayores bajo tutela, es decir, sobre los más débiles de los humanos; lo desaprueba aún más callando acerca de aquellos que se hallan en estado de muerte cerebral, cuyo corazón late, los "cadáveres calientes" como se los llama: el que calla consiente.
Entre las leyes de 1976 y 1988 que hacen de los cuerpos humanos depósitos de órganos y objetos de experiencias, y el proyecto de ley que da acceso a la clasificación de embriones supernumerarios y la perspectiva loca del niño con las "claves en la mano", existe una continuidad. Tienen por origen -nos atrevemos a decir- la desviación provocada por la legislación que liberaliza el aborto de niños supernumerarios, con el pretexto de despenalizar el aborto.

Es hoy, cuando aumentan más y más las leyes que se preparan en la crisis de la razón ética, cuando hay que realizar la elección: la primacía del ser y del sentido sobre la voluntad y la ejecución.
Lo que está en juego es la identidad humana, cimentada en la diferencia de los sexos y el orden de las generaciones, y en la sacralidad del cuerpo humano. El clonaje es el horizonte de la idolatría de la técnica descripta por Heidegger. El clon es un órgano copiado conforme, inmunológicamente idéntico. Podría ser un día un ser humano reproductible. Y lo reproducido ya no será parecido, será lo mismo. Se sabe que la reducción de lo otro a lo mismo es el horizonte de todos los totalitarismos espirituales, políticos o científicos. La técnica que priva al niño del derecho de nacer como un ser único es altruicida.
Es urgente -son investigadores y médicos quienes lo reclaman, y es el Comité Nacional de Ética el que ha escrito el preludio- que se reflexione -lo que se llama filosofar- y se formule - es el oficio del jurista-, según el ejemplo de la moral provisional de Descartes, una ética jurídica de contenido variable desprovista, por lo tanto, de esas rigideces que hacen temer al jurista el legislar demasiado o demasiado pronto, alrededor de un núcleo duro, el respeto de la persona en su vida biológica y su muerte humana.
Es preciso que exista una invariable, exterior a las investigaciones fundamentales y a las prácticas médicas, que asegure la compatibilidad entre los deberes en conflicto para con el ser humano. Es necesaria una definición de las obligaciones del hombre para con el hombre, una Declaración de deberes.
Sin derecho, nada está fuera de la ley. Es preciso... ¿es preciso? Lo ineluctable de la muerte impide para siempre que haya un derecho a la vida.
Pero la vida cuyo espíritu surge reclama un derecho de la vida y de la muerte medicalizados.

 

Jean-Marie Varaut

 

 

 
 
 
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