Estas
reflexiones nos llevan a la inevitable confrontación
del complejo tecnológico con los valores éticos.
Pensar que la tecnología es éticamente neutra,
que lo moral sólo corre por cuenta del usuario,
que se trata de un conocimiento de validez universal,
significa, en última instancia, liberar a la técnica
de un enjuiciamiento ético.
Insistamos ante todo que ningún medio es puro instrumento,
sino que lleva en sí algo del fin, a manera de
prefiguración o predeterminación, que aumenta
en la medida de la especialización del medio. Además,
cada técnica lleva en sí misma -en cierta
medida- la impronta de las relaciones sociales en cuyo
seno se inserta.
Es la objetivación histórica de ciertas
tendencias que en la mayor parte de los casos gravitan
de manera decisiva por sobre los valores que el propio
usuario intente interponer. Entonces, apruebe o no sus
fines, el hombre se convierte
en cautivo del sistema y, de hecho, no puede adoptar valores
y metas diferentes a menos que instrumente medidas destinadas
a sustituir el propio sistema.
Por otra parte, la técnica, dentro de la concepción
que le es propia, busca inevitablemente los principios
de eficiencia y eficacia. En ese sentido el sujeto de
la técnica es el hombre alienado, reducido a operador
de fenómenos mensurables y situaciones previsibles.
Finalmente, el marco de ese desarrollo es la convicción
de la excelencia de la novedad tecnológica, la
seguridad de que por esa vía -la modernización
incesante- se avanza decididamente al estado óptimo.
En cuanto obra del hombre, la técnica revela a
su autor y, por lo tanto, puede ser juzgada éticamente
lo mismo que él. Un excelente trabajo del teólogo
Sergio Silva al que seguiremos en la síntesis siguiente
aporta los fundamentos para el juicio.
1.
La tecnología moderna -en gran medida- agrede a
la naturaleza y al hombre. Provoca disturbios ecológicos,
contribuye al vaciamiento espiritual y favorece la despersonalización
y la abolición progresiva de los particularismos
y las especificidades culturales. En el ámbito
del trabajo, la burótica y la robótica promueven
el "desempleo estructural" y aumentan el nivel
de marginalidad y desamparo.
2.
Desde el punto de vista del control y el dominio político,
la tecnología confiere al hombre sin sabiduría
inmensos poderes. De los ojos captores a los rayos de
partículas, crece el peligro de los estados opresivos
y el de la destrucción del planeta.
3.
El complejo científico-tecnológico, sin
valores ni límites, proyectado hacia la expansión
indefinida, se instala en un terreno "autonómico"
(verdadera variante del "naturalismo ético"
(alienación de la ética en cuanto convierte
en principio de la voluntad del hombre una ley venida
de la exterioridad.
Finalmente el enjuiciamiento se detiene en lo que pueden
representar las tecnologías como elementos de colisión
con las culturas. Es necesario que en toda empresa de
desarrollo se tengan en cuenta las dimensiones culturales.
El sentimiento de la continuidad y la vitalidad de los
valores culturales desempeña un papel esencial
en todo esfuerzo de crecimiento. El desarrollo debe integrar
la herencia del pasado con una decidida voluntad de actualización
creativa. Sin embargo, los modos de desarrollo y expansión
basados puramente en criterios de planeamiento tecnocrático,
tornan difícil la conciliación. Las culturas
no son suficientemente respetadas y sus particularismos
y especificidades reciben el embate homogeneizador de
los medios de difusión masiva. Sutiles planes de
"reordenamiento cultural planetario" contribuyen
a dibujar un futuro de incertidumbre y graves líneas
de fractura.
a.
Degradación del hecho cultural al suplantar sistemáticamente
al ser vivo por el objeto mecánico.
b.
Imposición progresiva de una seudocultura "computacional"
unitaria y niveladora.
c.
Absoluta incapacidad de los seudovalores de eficiencia,
competencia y lucro para fundar un destino propiamente
humano.
d.
Alienación del hombre de su ámbito geocultural
por una densa red de artefactos (tecnonaturaleza).
e.
Acentuación en plazos relativamente previsibles
de tendencias autoritarias y totalitarias a partir del
dominio que ciertas minorías ejercen sobre las
tecnologías superavanzadas.
Frente
a este cuadro perverso, al que ciertas dirigencias pretenden
ignorar o relativizar, es preciso encarar un replanteo
profundo de los proyectos de modernización acríticos
o cómplices: extremar los recaudos para un desarrollo
adecuado y avanzar impulsando procesos que concentren
el mayor potencial de creatividad en función de
una actualización efectiva que sepa reinterpretar
la tradición que extrae de ella sus dimensiones
creadoras. Esta ambición supone un esfuerzo de
renovación de las normas y prácticas sociales,
mediante la movílización de las tradiciones
culturales y productivas y de los valores estéticos
y morales que podrán permitir a la comunidad recibir
el progreso sin traicionarse. El bien común, la
solidaridad, la memoria colectiva, el destino, están
ligados al mantenimiento de esa armonía que subyace
en los pueblos. Afirmar la identidad cultural significa
oponerse al deterioro, sostener criterios autónomos,
generar la necesaria dinámica interna para sustituir
los artificios de la modernización mimética
por los valores de una actualización creativa.
REORIENTAR
EL PROCESO DE CAMBIO:
La
actualización creativa confrontados con este programa,
los países "en vías de desarrollo"
y más concretamente las comunidades que integran
el subcontinente latinoamericano, enfrentan el grave problema
de conservar la identidad cultural y al mismo tiempo ser
receptivos a las transformaciones -susceptibles de ser
incorporadas- que opera la modernidad. La mayor parte
de la dirigencia política y cultural, sin atender
a prevenciones ni reparos, presenta al desarrollo tecnológico
como el inevitable referente del progreso.
Pero ¿hasta qué punto un país del
hemisferio Sur, separado por brechas insalvables de los
países desarrollados, debe correr tras inasibles
tecnologías de punta para insertarse como segmento
dependiente en la gran maquinaria del Poder Transnacional?
Los modelos propuestos por Occidente, provengan del Oeste
o del Este, comportan futuros similares. Existen, sin
embargo, otras líneas de acumulación de
experiencia, otros progresos posibles, por ejemplo el
progreso político, la conciencia cultural, el crecimiento
de la conciencia social y del poder político de
los pueblos, el desarrollo interior, la búsqueda
del Hombre Nuevo.
Habrá que definir nuevos objetivos, adoptar nuevas
actitudes con respecto al dinero y el éxito social,
reaccionar contra la regimentación y la uniformización,
construir un modernismo propio en función de un
hombre integrado; formular un insoslayable proyecto nacional.
Si el progreso y la "modernización" que
se nos pretende imponer es el producto de una sociedad
mercantil competitiva, basada en el lucro, la explotación
de los pueblos débiles y el saqueo de la naturaleza,
América latina debería reorientar la marcha
de los cambios colocando las categorías y los métodos
al servicio de un proyecto político capaz de transformar
las relaciones entre los hombres y de los hombres con
la naturaleza. Es preciso elaborar un modelo propio alterando
el sistema axiológico de la sociedad tecnocrática.
Como dice Carlos Fuentes, América latina posee
una profunda continuidad cultural, una vitalidad ininterrumpida.
Sin el conocimiento de esta tradición, corremos
el riesgo de convertirnos en el basurero del dispendio
industrial. Recibimos series de televisión obsoletas,
tecnología obsoleta, armas obsoletas e ideas económicas
obsoletas en generosa abundancia, pero a muy altos precios...
La tradición es un conocimiento propio que permite
escoger sin miedo lo mejor o lo más útil
de otras culturas y enriquecernos con ellas. Sin la cultura
de la tradición, careceríamos de la tradición
de la cultura: seríamos huérfanos de la
imaginación. Una nueva creación se funda
en una tradición viviente. Una cultura que no puede
acoger la cultura viva de los otros, es una cultura moribunda.
Pero una cultura que sólo recibe el detritus de
una cultura decadente sólo puede responder con
su propia cultura viva.
América latina, desintegrada por intereses imperiales,
lacerada por deudas externas opresivas, por estructuras
económicas abiertas a la pluridependencia, subordinada
e inficionada por pautas culturales exógenas, parecería
marchar hacia una regulada mediocridad. Sus dirigencias,
sobre un piso político en crisis, ajeno a la verdadera
emancipación, exaltan una democracia de clase,
observan las "reglas de juego" del dominio imperial
y especulan sobre la modernización y la entrada
en el siglo XXI con palabras grandilocuentes.
Han perdido la capacidad de formular nuevos modelos de
sociedad, nuevos modelos de avance, modos alternativos
que, al superar los esquemas formales, abran accesos a
mayores grados de autonomía.
Entre tanto los países hegemónicos y el
Poder Transnacional transfieren sus crisis a la periferia,
exportan modelos de desarrollo y elaboran nuevas y más
sofisticadas formas de sometimiento.
Sus aparatos de inducción colectiva, sus tecnologías
comunicacionales de control y consenso, inciden sobre
la opinión global e inficionan a las comunidades
generando actitudes de aceptación, exaltación,
animadversión o conformismo.
La batalla contra el sentido y la identidad cultural se
halla en pleno desarrollo. La agresión a la historia,
a la memoria, al sujeto, se ejerce desde tribunas prestigiosas.
El pensamiento neocolonial, disfrazado de "nueva
democracia"; la ideología de la resignación,
mimetizada de "clubes socialistas" se abroquelan
en las universidades y proponen la instauración
conservadora en el marco de la revolución tecnológica.
Sólo el pueblo dueño de su memoria, podrá
ser el sujeto histórico de un auténtico
desarrollo. "El pueblo -decía Leopoldo Marechal-
recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes
de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva
que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido.
Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria."
Sólo así podremos oponernos a la disolución
y a la pérdida de nuestro destino. El progreso
verdadero no marcha en el sentido de la cosificación
del hombre, sino en el de su hominización progresiva.
"El
futuro -escribió Schumacher- debe ser un futuro
en que cada hombre, cada mujer, puedan ser personas capaces
de verse a sí mismas y ser vistas por sus hijos
como seres reales, no como engranajes en vastas máquinas
o como material de relleno en procesos automatizados".
Sin identidad, sin pensamiento situado, sin proyecto político,
no sólo no podremos acceder a lo universal, sino
que, en el mejor de los casos, seremos un conglomerado
abstracto de consumidores satisfechos. La opción
que se presenta para nosotros, latinoamericanos, en este
impredecible final de siglo es entre el conformismo y
el riesgo, entre el modernismo mimético y la actualización
creativa, entre la resignación y la utopía..
Eduardo Azcuy
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